el shinto
La trascendencia de Inmanencia
El hombre ha sentido siempre la necesidad de marcar una frontera con el reino animal, esforzándose por ver en el lenguaje, en el vestido, o en la música, ese guiño divino que le elevaba sobre el resto de las criaturas. Se propone un viaje de varios meses al interior del alma humana para disfrutar de ese imaginario simbólico que hay detrás de cada creencia, para poder asimilar, precisamente, nuestra condición de animal en tránsito hacia un nuevo estado, más libre y completamente insospechado.
Puede que resulte demasiado ambicioso querer saber sobre nosotros mismos a partir del descubrimiento de los demás; pero ésa es, en parte, la intención que anima este artículo. Carl Gustav Jung ya localizó y describió magníficamente esa parte de nosotros que está presente también en el alma de los demás hombres, y que denominó inconsciente colectivo. Se diría que descansar nuestra mirada en el otro es como hacerlo delante de un espejo. De ahí que un hombre con la valentía necesaria para asomarse a su imagen sea un hombre que posibilita su acceso a otros muchos hombres, convirtiendo su antigua mirada endogámica en una nueva, inagotable y poliédrica mirada.
Ese ejercicio de descubrimiento es un ejercicio de acercamiento. Un acercamiento que, mostraban las películas de Bruce Lee, donde aquellos luchadores rezaban a dioses y se entregaban a una profunda devoción por sus antepasados. Aquel héroe japonés practicaba el shinto casi de la misma forma a como lo hacían los primeros héroes del Japón. Porque el shinto aparece antes que cualquier otro código, aventajando en cientos y cientos de años a cualquier otra plegaría; sin revelaciones, sin fundadores, siendo, ante todo, una religión natural.
Shintô significa literalmente "vía, o conducta, de los dioses". Una vía que cada cual frecuentaba prácticamente a su manera. Tanto era así, que los primeros revestimientos ceremoniales se desbarataban inmediatamente después de cada ceremonia. No hubo un intento de sistematización doctrinal hasta bien entrado el siglo XII, cuando aparece el shintô de Ise, atribuido a un liturgista de la familia Watarai. El shintô está emparentado directamente con el Primer Hombre, aquél que se veía obligado a luchar por la supervivencia sin descanso, y busca su trascendencia en la inmanencia del aquí y ahora, en la interconexión con la Naturaleza y en las fuerzas invisibles de la fecundidad y el crecimiento. Sólo más adelante, con la aparición del budismo, logra proyectar su espíritu hacia el más allá, hacia lo inasible y lo periférico, apoyándose en una experiencia vital arraigada en las prácticas chamánicas, en los ritos agrarios, en el culto a los antepasados y a un sinfín de Kami o dioses. La esencia animista de los primeros japoneses veía en los bosques, los lagos y las montañas a entidades divinas dignas de la más alta veneración; como también lo eran los pumas y las garzas, el viento y el rayo enrabietado. Los Kami también podían ser los señores de la guerra y los sabios del clan, elevados hasta lo más alto tras su muerte. Y todos ellos, con una naturaleza dual, un "espíritu de violencia" y un "espíritu de dulzura". Se acudía a ellos para solicitar tanto la protección a la comunidad de las catástrofes naturales, como la fortuna para una pareja de recién casados. Sólo había que ser aplicado y metódico en la virtud de la pureza, lo que conseguían con la ayuda de los ritos purificadores (Kiyome, Misogi), que se practicaban en beneficio propio o en el de alguien cercano.
El devenir del shintoismo es también el devenir del budismo, con el que se entrelazó, más o menos armoniosamente, a partir del siglo VI. El budismo triunfa muy pronto entre las capas sociales más influyentes de Japón, y obligan a los Kami a compartir su protagonismo con los budas, cuando no implica directamente su desaparición. Así, por ejemplo, el emperador Kôtobu ordena en el siglo VII acabar con los árboles sagrados del santuario de Ikukunidama sin que le temblara la voz. Se generan entonces mutuos recelos que parecen, sin embargo, diluirse en el olvido, y se abre una vía pacífica de convivencia sincrética shintô-budista elaborada por los monjes de Buda. Las divinidades budistas pueden tomar la apariencia de los Kami, y los grandes dioses nacionales se incorporan a su panteón. Pero el viaje en compañía no dura mucho. Este mestizaje divino se quiebra en el medievo, cuando algunas de las milenarias familias japonesas, como los Watarai, deciden desembarazarse de la colonización budista a toda costa. El impulso segregador es tal, que al final del periodo Edo (XIX), el shintô se encuentra unido a un nuevo socio, esta vez el neoconfucionismo (juka shintô), para volver a resurgir los anhelos depuradores al comienzo de la era Meiji (1868), coincidiendo con un momento de debilitamiento y corrupción budista. Para entonces las energías ya no dan mucho más de sí, y del titánico esfuerzo el shintô sale muy mal parado. Todos los esfuerzos que se habían realizado en el pasado por vertebrar con un cuerpo dogmático fuerte y poderoso el espíritu nacional japonés, finalizan con su división en dos facciones decididamente separadas: el "shintô de las sectas" (Kyôka shintô), la facción religiosa, y el "shintô del Estado" (Kokka shintô), la vertiente Iaica. Un resquebrajamiento que, a pesar de todo, no era lo peor. El gran enemigo estaba por llegar y nada se pudo hacer contra él, contra el progreso. Cuando la industrialización y la urbanización se abren paso a dentelladas, los ríos comienzan a emponzoñarse, los pumas a extinguirse y las montañas a ser profanadas por mastodónticas estaciones de esquí. Las estadísticas dicen que son más de ochenta los millones de japoneses de hoy que vuelven regularmente hacia los santuarios en busca de encantamientos y amuletos protectores.*
(*) Tomado de: Barrio, J. A. (2001-4). El Shinto La trascendencia de Inmanencia. Dojo, 34.
El devenir del shintoismo es también el devenir del budismo, con el que se entrelazó, más o menos armoniosamente, a partir del siglo VI. El budismo triunfa muy pronto entre las capas sociales más influyentes de Japón, y obligan a los Kami a compartir su protagonismo con los budas, cuando no implica directamente su desaparición. Así, por ejemplo, el emperador Kôtobu ordena en el siglo VII acabar con los árboles sagrados del santuario de Ikukunidama sin que le temblara la voz. Se generan entonces mutuos recelos que parecen, sin embargo, diluirse en el olvido, y se abre una vía pacífica de convivencia sincrética shintô-budista elaborada por los monjes de Buda. Las divinidades budistas pueden tomar la apariencia de los Kami, y los grandes dioses nacionales se incorporan a su panteón. Pero el viaje en compañía no dura mucho. Este mestizaje divino se quiebra en el medievo, cuando algunas de las milenarias familias japonesas, como los Watarai, deciden desembarazarse de la colonización budista a toda costa. El impulso segregador es tal, que al final del periodo Edo (XIX), el shintô se encuentra unido a un nuevo socio, esta vez el neoconfucionismo (juka shintô), para volver a resurgir los anhelos depuradores al comienzo de la era Meiji (1868), coincidiendo con un momento de debilitamiento y corrupción budista. Para entonces las energías ya no dan mucho más de sí, y del titánico esfuerzo el shintô sale muy mal parado. Todos los esfuerzos que se habían realizado en el pasado por vertebrar con un cuerpo dogmático fuerte y poderoso el espíritu nacional japonés, finalizan con su división en dos facciones decididamente separadas: el "shintô de las sectas" (Kyôka shintô), la facción religiosa, y el "shintô del Estado" (Kokka shintô), la vertiente Iaica. Un resquebrajamiento que, a pesar de todo, no era lo peor. El gran enemigo estaba por llegar y nada se pudo hacer contra él, contra el progreso. Cuando la industrialización y la urbanización se abren paso a dentelladas, los ríos comienzan a emponzoñarse, los pumas a extinguirse y las montañas a ser profanadas por mastodónticas estaciones de esquí. Las estadísticas dicen que son más de ochenta los millones de japoneses de hoy que vuelven regularmente hacia los santuarios en busca de encantamientos y amuletos protectores.*
(*) Tomado de: Barrio, J. A. (2001-4). El Shinto La trascendencia de Inmanencia. Dojo, 34.
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